El libro ‘¿Por qué matan a los periodistas españoles?’, de Juan Tortosa, disponible en la web de RSF España

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Luis “Lucho” Espinal. Juantxu Rodríguez. Jordi Pujol i Puente. Luis Valtueña. Miguel Gil. Julio Fuentes. Julio Anguita Parrado. José Couso. Ricardo Ortega. Todos eran reporteros españoles en zonas de conflicto. Todos murieron mientras hacían su trabajo. En una emboscada, por un proyectil deliberadamente lanzado, señalados por el dedo del poder…

El periodista Juan Tortosa recoge en ‘¿Por qué matan a los periodistas españoles?’ las biografías de estos nueve colegas que pagaron el precio más alto por informar. El autor ha puesto esta obra a disposición de cualquier lector, que puede descargarla en formato PDF, de manera libre y gratuita, desde la web de Reporteros Sin Fronteras España.

“No hay poesía en la cobertura periodística de una guerra, ni componente romántico alguno”, recuerda Tortosa. Estas nueve muertes de periodistas españoles en zonas de conflicto son ejemplos de una profesión tan arriesgada como necesaria.

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La guerra no tiene poesía

No, no es ninguna bicoca dedicarse, como periodista, a contar lo que pasa en una guerra. Sobre todo cuando llega el momento en que descubres que te has metido en camisa de once varas ¿Qué hacer entonces? Muchos abandonan; otros, a pesar del miedo, se atreven un poquito y tocan las narices, pero tampoco tanto. Y luego están los audaces, los que deciden que si apostaron por este trabajo no fue para tirar la toalla apenas surgen las dificultades, y se arriesgan. Unos se hacen famosos y otros, los más, procuran dedicarse a su trabajo con discreción. Algunos tienen mala suerte y los matan, como a José Couso en Bagdad. En la vida real no existe la banda sonora: no te anuncian con redobles de tambor ni con música de suspense la cercanía del instante de mayor carga dramática. Le disparan a alguien y no existe la repetición de la jugada ni la imagen a cámara lenta. Si estás allí para contarlo tienes que permanecer alerta todo el tiempo, con los cinco sentidos puestos en lo que sucede a tu alrededor. Eres testigo, sí, y tu misión es contar lo que ocurre, pero tienes que asegurarte de que no te confundan con uno de los protagonistas. O quizá, vete tú a saber, es mejor que no sepan que eres reportero. En las guerras los reporteros estorban y tu empeño por estar presente suele ser incómodo.

No hay poesía en la cobertura periodística de una guerra, ni componente romántico alguno. Si eres reportero de televisión, la diferencia entre tu trabajo y el de un director de cine es que tú no necesitas productor para rodar hospitales repletos de soldados heridos rabiando de dolor, o depósitos de cadáveres atestados de cuerpos acribillados. Te ponen el decorado gratis, pero no puedes permitirte flaquezas. Llegas, grabas y te vas. Rápido, porque si no estás en el lugar de transmisión a tiempo de enviar el material para el informativo, es como si no hubieras hecho nada. A pesar de la dureza de lo que has visto y la tensión de la que vives rodeado, has de estar preparado para que no te afecte la indiferencia y en ocasiones hasta el desinterés de quien recibe tu trabajo en la redacción central. Rebobina, te dicen desde Madrid porque el colega, mira tú por donde, se ha despistado y no estaba aún grabando tu envío cuando le has dado al play. Y para rebobinar, una, dos, o las veces que haga falta, hay que procurar mantener la mayor frialdad posible. Hasta el año 1992, únicamente habían muerto dos periodistas españoles en todos los conflictos habidos en el mundo. Y en situación bélica propiamente dicha, solo uno: el fotógrafo Juantxu Rodríguez, abatido por un disparo de los marines estadounidenses en una calle de Ciudad de Panamá durante las navidades de 1989. Hasta entonces no habían matado a ningún reportero español en una guerra. Es cierto que en 1980 secuestraron, torturaron y asesinaron en Bolivia a Luis Espinal, un jesuita catalán que ejercía como periodista en La Paz y cuyo trabajo militante, denunciando insistentemente los abusos del poder, acabó con la paciencia de quienes manejaban los hilos en un país víctima por aquel entonces de una sucesión de dictaduras corruptas, implicadas incluso en el narcotráfico. Aunque Espinal fue víctima de prácticas terroristas llevadas a cabo por el mismo Estado boliviano, no murió en la cobertura de un conflicto bélico como tal. Solo Juantxu Rodríguez había tenido tan trágico honor hasta que, en 1992, una granada mató en Sarajevo a Jordi Pujol i Puente, fotógrafo de Avui y de Associated Press. En 1997 otro fotógrafo, Luis Valtueña, que simultaneaba su trabajo para la agencia Cover con su actividad como cooperante en Médicos del Mundo, fue asesinado en Ruanda.

Los años más dramáticos, sin embargo, llegaron con el comienzo del siglo XXI. Cinco reporteros españoles de guerra fallecieron entre 2000 y 2004: En 2000 murió Miguel Gil en Sierra Leona; en 2001, Julio Fuentes perdió la vida en una emboscada en Afganistán; en 2003, fueron asesinados en Irak Julio A. Parrado y José Couso con apenas veinticuatro horas de diferencia, y en 2004 caería en Haití Ricardo Ortega.

En Panamá, en Irak y en Haití había soldados estadounidenses, y en los tres enclaves se cumplió el trágico vaticinio que advierte a los corresponsales de guerra sobre el peligro que supone la manera de actuar de los soldados norteamericanos en los conflictos. Los disparos que mataron a Rodríguez, Couso y Ortega pudieron evitarse, lo que permite deducir que su presencia molestaba a los invasores y que fueron muertes claramente intimidatorias, originadas por disparos de militares estadounidenses. En los tres episodios hubo causas abiertas que no prosperaron a pesar de las evidencias que, como ocurre en el caso de José Couso, permiten conocer la identidad de los responsables de los disparos. Julio Fuentes y Miguel Gil fueron víctimas de emboscadas por parte de bandidos del lugar, una cuestión de mala suerte. A Pujol le alcanzó la metralla de una granada, y a Parrado la de un obús. En los casos de Valtueña y Espinal, fueron claramente a por ellos. Los mataron gentes de los mismos países a los que ambos habían decidido acudir para ayudar.

Todos murieron en el acto, salvo los dos reporteros de televisiones españolas, Couso (Telecinco) y Ortega (Antena 3), que perdieron la vida en la mesa de operaciones, tras dejar grabadas las imágenes del instante en que fueron agredidos. Casi todos andaban por la treintena. La media de edad era treinta y cinco años. Los cuarenta los superaban únicamente Fuentes y Espinal. Y solo Pujol i Puente estaba aún en la década de los veinte. Todos, luego, fueron homenajeados con premios, fundaciones, libros y hasta calles con sus nombres. Muchos que en vida apenas los tuvieron en consideración, se deshicieron en elogios tras sus muertes, que en algún caso llegaron incluso a capitalizar. No se es más santo por haber muerto ni menos por haber salido vivo, pero muchos de los que se prodigaron con emotivas necrológicas hubieran estado más guapos callados. Santificar a los muertos, dedicarse a hablar de lo buenos y caritativos que eran, del alma tan desprendida que tenían y de la generosidad que adornaba su carácter es una costumbre que no ayuda a hacerse una buena idea del verdadero perfil de los que fallecen. No les hace ningún favor a ellos y deforma el dibujo de su auténtica personalidad.

Meterle demasiada poesía a quienes apostaron por la prosa es traicionarlos. No falla: si nos fijamos con atención en muchos de los que hablan bien de alguien cuando muere, es posible que en bastantes casos descubramos a las mismas personas que más a parir lo ponían cuando estaba vivo. Remedando una famosa secuencia de la El Padrino, la mítica película de Coppola, el que venga a besarte, ese es el traidor. Por lo general este axioma se cumple en muchos menesteres de la vida, pero en el oficio periodístico, tan cainita, resulta mucho más palpable. Las empresas están llenas de gentes que ponen zancadillas y buscan problemas a quien elige el periodismo de acción como opción de trabajo y de vida. Quien se marcha a cubrir una guerra es más fácil que se acostumbre antes al ruido de las bombas, los tanques y los disparos de fusil que a las puñaladas de sus jefes y compañeros de trabajo.

Poca poesía hay en el trabajo de un reportero de guerra, un oficio competitivo y repleto de miembros del club de las cuatro Des: depresivos, deslenguados, dipsómanos (borrachos) y divorciados. Sí, los nueve reporteros españoles muertos no fueron ni mejores ni peores que el resto de quienes han estado en guerras y han conseguido volver sanos y salvos. Por eso, el mejor homenaje que se le puede rendir a personas de su coraje es hablar de ellos con la misma naturalidad con la que contaban sus historias: sin juicios de valor, sin cargar las tintas en los adjetivos y sin vocablos grandilocuentes. Es lo que he intentado en mi libro “Por qué matan a los periodistas españoles”.

Juan Tortosa

Autor de ‘¿Por qué matan a los periodistas españoles?’