Mediterráneo, el entendimiento imposible
El pasado 31 de enero se celebró en Barcelona la “VI Conferencia Diálogo y Acción: el Mediterráneo ¿qué agenda para el futuro?” Las conclusiones fueron las de siempre: superar los desafíos políticos, demográficos, económicos, sociales que permitan construir un verdadero estado de derecho, en los países de la orilla sur. Tarea difícil en la que se han abocado muchos esfuerzos baldíos hasta hoy. Ni el diálogo euro-àrabe que se puso en pie en 1991 en Madrid, ni el proceso de Barcelona que arranca en 1995, ni ahora la Unión por el Mediterráneo (UpM) que le sucede desde 2008, han conseguido su objetivo: derribar muros, reducir incomprensiones, cerrar conflictos. Los desequilibrios a todos los niveles parecen insuperables, máxime hoy, con los procesos abiertos tras la “primavera árabe”. Y todo hay que decirlo, el empeño de Europa en una sola dirección: abrir mercados propios en la orilla sur cuando esas sociedades piden por encima de todo, democracia y trabajo.
El Mediterráneo como unidad es una evidencia geográfica. Por tanto, ámbito innegable de vecindad. Pero está comprobado que la proximidad, el compartir un espacio común no forzosamente implica coincidencia, comprensión, participación en unos mismos principios de conducta, en valoraciones ideológicas o de manera de vivir. Muchas veces ocurre al contrario. Que pueblos, países, comunidades que comparten cercanía o el roce directo de una frontera, frecuentemente, en vez de acercarles, agudiza los rasgos diferenciales, los encona de tal suerte que pueden derivar en franca hostilidad.
El Mediterráneo ha estado afectado muy intensamente por esta contradicción, precisamente porque es un mar tan cerrado como un patio vecinal. ¿Qué nos une, que nos separa? Nos une una cierta atmósfera ciertamente visible en las ciudades de sus orillas o muy cercanas a ellas. La apertura ambiental, el vivir al amparo de un clima grato que facilita la comunicación humana. La vivacidad explícita de las actividades económicas junto a un saber tomarle gusto a la vida, a la variada oferta para los sentidos, que a veces se expresa también en forma de algaradas, de exaltaciones emocionales y entusiasmos de notable aparatosidad.
Pero el contacto directo de este compartido patrimonio no puede esconder la otra cara de la moneda: discordancia, incomunicación, choques a veces violentos de las diferencias. Existe un símbolo de extraordinaria ejemplaridad de esta sima que separa lo unido, que escinde en dos lo que por sí es uno: Chipre ¿Hay algo que invite tanto a la convivencia como habitar el territorio rodeado de mar por todas partes de una isla? Pues la historia y la realidad actual de Chipre son exponentes definitivos de todo lo contrario. Años de dura contienda armada entre la población de origen griego y la turca condujeron a la separación en dos zonas por la llamada “línea verde”. La autoproclamada República Chipriota turca en el norte, protegida por fuerzas militares turcas y la griega, en el sur. La capital tradicional, Nicosia, partida en dos.
Ni las gestiones y resoluciones de la ONU, ni la Unión Europea han conseguido acabar con esta separación de base étnica, lingüística, cultural, expresada sobre todo en la incompatibilidad de obediencias religiosas, respectivamente musulmana y greco-ortodoxa. ¿Es el Mediterráneo creador de vínculos, de interconexiones, de acercamientos? Chipre está ahí para confirmarlo o desmentirlo de manera hasta escandalosa. Su historia es la de su mar: un continuo punto de cambios, de cruces de poderes políticos, de luchas entre ambiciones hegemónicas. La isla fue griega, romana, bizantina, reino de los cruzados, veneciana, árabe, otomana, británica. Y actualmente está dividida entre dos repúblicas enfrentadas sin visos de solución precisamente cuando Turquía, a pesar de desacuerdos y divergencias con ciertos países europeos, sigue persiguiendo su entrada en la más ambiciosa idea de concertación comunitaria que es la UE.
Este hecho señala la dirección esencial en que se habla hoy de convertir la cuenca mediterránea en lugar de encuentro, de establecimiento de nexos, de hilos de compenetración. Es decir, sobre todo, la relación Norte- Sur. La orilla septentrional y la meridional. Hablando claro, dos culturas o dos formas de civilización. Se acepte o no, todos sabemos muy bien de que se trata. Un mundo de sustrato cristiano pasado por el Renacimiento y la Ilustración y otro muy afincado en la fe musulmana. Democracia fundada en los derechos humanos, con todas las contradicciones que se quiera en el norte; poderes autoritarios generalmente en manos del Ejército o formas muy incipientes y mediatizadas encaminadas hacia la democracia, en el sur. Con la connivencia y/o intervención en casos como Libia y ahora Siria de las antiguas potencias coloniales, desde luego, pero es una realidad que ahí está.
Hoy, tras las revueltas árabes que estallaron hace un año en Túnez y Egipto casi simultáneamente, el escenario es más imprevisible que nunca, porque tras los primeros resultados electorales que han llevado a los islamistas al poder en Túnez, en Egipto, en Marruecos, la cuestión que se plantea es si islamismo y democracia son compatibles. Algo que nos obliga a seguir con mucha atención el proceso institucional y político en el que está encaminado el futuro de Turquía, coincidiendo con las largas negociaciones con la UE para llegar a ser miembro de ella de pleno derecho. Los avances en el régimen de libertades y estado de derecho, realizados justamente por un partido de inspiración islámica moderada, convierten a Turquía en privilegiado lugar de prueba respecto a la formulación de la compatibilidad citada entre democracia e islamismo.
María Dolores Masana Argüelles
Vocal de la Junta Directiva de Reporteros Sin Fronteras
Vicepresidenta de la Comisión de Quejas de la FAPE